Con frecuencia se escucha decir que nosotros, los venezolanos, somos muy emocionales, que no planificamos, que hablamos demasiado y no somos capaces de mantener una conversación en voz baja; pero olvidan decir que también somos muy generosos, solidarios y amplios al recibir al amigo que llega a nuestra casa sin anunciarse, a quien además le pediremos que se siente en nuestra mesa, aunque tengamos que “echarle un poco más de agua a la sopa”
Digo esto con orgullo y agradecimiento, porque todo eso y más, lo experimenté cuando supe la nada agradable noticia de que la biopsia de mi seno izquierdo, había salido positiva.
Los primeros días, ese diagnóstico quedó entre la familia, ya que el impacto nos dejó “noqueados” Pero al transcurrir los días, y ya algo acostumbrados a que estábamos pasando por momentos difíciles, la noticia rompió el envoltorio familiar y se corrió como reguero de pólvora.
Fue entonces cuando empezaron las llamadas y visitas de los amigos y amigas, al principio algo tímidas, pero luego se manifestó todo ese calor y encanto que nos caracteriza. ¡Dios mío, que caudal de amor recibí!
Y llegaron las oraciones, los consejos, estos a veces nada tradicionales, como el de una amiga que me aconsejó que no permitiera que me pusieran la quimioterapia pues había algo muchísimo más efectivo; atención, esto es absolutamente cierto: “Mira, Belén, búscate una mata de ortiga, haces un atado con sus ramas, te quitas el sostén y empiezas a golpear la herida donde antes estaba el seno”. Le di las gracias con la mejor de mis sonrisas. Pero, el solo imaginarme en mi habitación dándome azotes sobre la herida, me daban ganas de reír. ¡Pues claro que no seguí su consejo!
No quiero decir que las personas que no son latinas no sean cálidas ni generosas, solo que se toman su tiempo para que la aceptación sea mutua. Tengo un ejemplo, Natalia Skobelkina, rusa, pero con años en Venezuela, apenas se enteró de mi problema, se acercó a la casa a expresarnos su solidaridad. Fueron muchos los días que con una gentileza extrema, se sentaba conmigo en la mesa a preparar las moras y fresas para luego congelarlas. Su charla alejaba de mi cabeza la preocupación por el cáncer de mama.
El amor de los amigos me sostuvo en esos días; y ese amor venía acompañado de algo muy bueno: una enorme cantidad de frutas y verduras, sobre todo las anaranjadas y rojas, porque ya habían averiguado que eso me ayudaría. Y mi refrigerador se hizo pequeño ante esa avalancha de comida. Desde ese entonces, nunca faltan en mi dieta los brócolis, las coles, las guayabas, moras, fresas… No crean, a veces mi casa parecía una feria, así de gente me visitaba.
Amor, bendita medicina, tanto para sanar un cáncer de mama, como para enfrentar cualquier adversidad; ese amor que permite que puedas acostarte en paz, sabiendo que no estás solo, que muchas personas te quieren. Y entonces, valoras más a los hijos, a los hermanos, a los amigos. Ellos siempre estarán a tu lado cuando crees que no hay salida. Fueron mi soporte en esos tormentosos días.
Luego, a medida que pasaba el tiempo, me fui transformando en un sostén para los que se me acercaban a pedir ayuda; igual a como lo hacen la mayoría de personas que enfrentan una experiencia muy fuerte. Es un morir para nacer de nuevo, para entender que la vida vale la pena, que estamos rodeados de cosas hermosas.
Y el día que me iban a operar, ese ejército espiritual conformado por los amigos entró con nosotros a la clínica. ¿Con tan buen equipo, quién no sale vencedor?
Muchas veces deseé que me abrazaran, que me dijeran como si fuese una niña: “Eso no es nada, todo pasará” Anhelaba a la madre fallecida. Pero era yo la que debía dar aliento, abrazar y disimular. Mis tres hijos lo necesitaban mucho en esos días.