Los recuerdos de mi infancia son principalmente en la cocina. Comiendo, riéndome y cocinando. Mis abuelas fueron grandes cocineras así que tuve la fortuna de deleitarme con sus manjares desde muy pequeña. Desde siempre también, me gustó leer, y los libros de cocina fueron mis primeras víctimas, junto con la nana, que me perseguía mientras buscaba ingredientes y ollas.
Adelantando la película varios años, pasando por una adolescencia rebelde, y una Universidad tranquila, después de estudiar Administración de Empresas, desarrollé una exitosa carrera en el sector financiero. Y digo exitosa porque fue acelerada, porque cada vez que entraba una duda de si era lo que quería hacer con mi vida, llegaba un ascenso, un aumento, y en un mundo corporativo donde predominan los hombres, yo era la mujer alfa, que todo lo aguantaba sin derrumbarse (o al menos eso era lo que creía). Mis días arrancaban saliendo de la casa a las 6:30 de la mañana, para regresar entre 8 y 9 de la noche en estado de reserva de energía (batería en rojo). Ver a mi familia era un lujo de fin de semana e ir al gimnasio era una necesidad de salud mental. Almorzaba casi siempre en reunión o frente al computador, tenía reuniones interminables, y discusiones agotadoras permanentemente. Y todo esto lo soportaba en tacones y vestidos de diseñador.
Por una serie de eventos (una propuesta laboral a mi esposo en otro país), terminé renunciando a mi trabajo. Fue una decisión difícil, y lo que irónicamente me ayudó a sobrellevarla fue pensar que más adelante volvería.
Pero no. Las cosas se complicaron, y mi renuncia no sirvió de nada, porque la oferta se desvaneció, y nos quedamos viviendo en la misma casa, en la misma ciudad, con los mismos vecinos, y la mitad del ingreso. A veces, cuando debes tomar decisiones en la vida y no lo haces, la vida las toma por ti.
Yo sentí que me quedé sin nada. Me sentí triste, frustrada, y sin saber qué hacer. Y después de once años tuve por primera vez días en silencio, sin afán, sin cansancio, sin discusiones. Y mis pensamientos, que ya no eran de trabajo, de apagar incendios, se volvieron cada vez más fuertes. Pensé que por fin tenía tiempo e instintivamente decidí usarlo en lo que desde siempre me acompañó: la cocina, los sabores, el ritual de reunir en la mesa la gente que más queremos y compartir con ellos. Y hacer lo que te gusta da montones de energía y de felicidad, y empecé a dormir mejor, a disfrutar los tenis y los sacos cómodos, a masticar cada bocado y sentir cada sabor, a desenterrar amigos olvidados y pequeños gustos empolvados, como caminar o hacer mercado sin lista. Y todo esto tan sencillo, se volvió mi vida, y volví a nacer. Y volví a estudiar. Y entendí que no hay opción: o hacemos los que nos gusta o encontramos la forma que nos guste lo que hacemos, porque cualquier otra alternativa es ir por la vida caminando como zombies sin ni siquiera oír nuestros propios pensamientos. ¡Las señales las tuve desde siempre! ¡Desde que era una niña! Y me pasé una buena parte de mi vida ignorándolas.
Hoy dicto clases, hago talleres, asesoro personas para que cambien sus hábitos y sean más saludables pero sobretodo, más felices. Gano menos, pero sueño más. Tengo miedos, incertidumbre, y hasta ataques de inseguridad. Pero las decisiones correctas hacen que el mundo confabule a favor de uno, llaman la abundancia, la prosperidad, y fortalecen nuestras redes de apoyo, los amigos, la familia, para que si nos caemos sea siempre más fácil levantarnos.
Si bien no es tan fácil como despertar un día y dejar todo atrás, si es tan fácil como abrir los ojos y ver lo que siempre estuvo ahí, afuera y adentro de nosotros, esperándonos para desarrollar nuestro potencial al máximo. Tú, ¿ya estas aprovechando el tuyo?