Aunque no podríamos limitar la definición de la música a una frase técnica del tipo «la música es la organización armónica del tiempo», el tiempo y la música guardan una relación indisociable: el tiempo sin música es silencio, pero la música sin tiempo es imposible.
La percepción humana del tiempo, si no contamos con un reloj a la mano, es sumamente subjetiva: cuando estamos concentrados en algo que nos apasiona o cuando disfrutamos intensamente de algo, el tiempo parece volar y escapársenos como agua entre los dedos. En cambio, cuando estamos en una sala de espera haciendo trámites burocráticos o en un evento social donde nos sentimos incómodos, nuestra atención juega en contra y cada segundo parece durar una eternidad.
Jonathan Berger, profesor de composición y teoría musical en la Universidad de Stanford, ha ejemplificado cómo las variaciones entre periodos musicales cortos y largos pueden no sólo alterar nuestra percepción del tiempo (así como la de los ejecutantes), sino la genial manera en que compositores como Schubert conseguían que el tiempo fuera más rápido o más lento, aunque la duración objetiva de la composición tuviera en cada movimiento la misma medida.
Gracias a la neurociencia, sabemos que el cerebro es capaz de recalibrar nuestra percepción del tiempo. En el 2004, la Royal Automobile Club Foundation for Motoring advirtió que la obertura de las Valquirias de Wagner era la música más peligrosa para manejar: no se trata de que los arrebatos románticos nos distraigan al volante, sino que el tempo frenético de la música podía llevar a los automovilistas a descuidar su sentido «normal» de la velocidad; aún con el velocímetro frente a ellos, los conductores tienden a acelerar al escucharla.
Los medios tecnológicos para grabar música (como los cilindros de Thomás Alva Edison, los cassettes o los CD, cuya medida fue fijada en 74 minutos, para que en un sólo disco pudiera grabarse completa la Novena Sinfonía de Beethoven) implicaron una medida estándar, un formato en el que toda la música comercial sería grabada. Esto fue especialmente perjudicial para ciertos tipos de música, como la sinfónica o los largos conciertos, al igual que el rock progresivo, los cuales tuvieron que vérselas con las restricciones de formato tanto en grabación como en el radio, donde las composiciones de más de 4 minutos se consideran demasiado largas, incluso por los radioescuchas.
Descripción adjetival del tiempo
Antes de que Johann Maelzel patentara el metrónomo en 1815, los compositores no tenían una referencia precisa para medir el tiempo en sus obras, por lo que las indicaciones de ejecución desarrollaron una jerga propia que, aunque imprecisa y vaga, apelaba a la imaginación y percepción individual de los ejecutantes y directores.
Anotaciones como Adagietto (más o menos lento), Lentissimo (más lento que la lentitud), o Allegro ma non troppo (rápido, pero no demasiado) apelaban a una percepción esperada del tiempo en la composición más que a su duración misma, mientras que anotaciones como Allegro appassionato, Bravura o Agitato buscaban una conexión emocional que incidiera en la velocidad: así, el ejecutante debía imaginar la temporalidad desde la perspectiva del compositor, más que seguir una medida estándar de tiempo, con el metrónomo.
Cuando estamos inmersos en la música, nuestro sentido del tiempo se adelanta o se atrasa según a las referencias objetivas del mundo: inconscientemente, la música nos agita o nos tranquiliza, nos provoca estados de ánimo alterados, eufóricos o siniestros (piensen en la música incidental en las películas de terror: esos violines que parecen serruchos cortando un vidrio siguen utilizándose porque funcionan).
En suma, la música nos conecta con el tiempo de la vida al desconectarnos del tiempo del mundo: basta asistir a un concierto sinfónico, a un recital de rock o colocarse los audífonos para estar en el mundo, pero fuera de él.
Fuente: Pijamasurf