De niños aprendimos que hay emociones «buenas» y emociones «malas». Emociones que hay que sentir, y otras que hay que esconderlas o escapar de ellas.
O que las personas espirituales nunca se enfadan, y los niños felices jamás lloran. Y a causa de esos juicios, muchas veces cuando aparece una emoción que consideramos «mala» como el dolor, el enojo, angustia, miedo o ansiedad, evitamos aceptarlas, y ponemos toda la fuerza posible por no sentirla, reprimirla, o no experimentarla.
Esas emociones que se activan desde programaciones en el subconsciente, al que suelo llamarle «la habitación de atrás» o «the dark side» de la mente, tienen su raíz en ideas, creencias e interpretaciones sobre lo que está sucediendo u ocurrió en nuestra vida. En la mayoría de los casos tienen que ver con eventos del pasado; y que por supuesto están creando la manera en que percibimos lo que pasa y respondemos ante eso.
Si volvemos a enviarlas al cuarto oscuro, no se irán, seguirán allí esperando una nueva oportunidad de salir a la luz. Lo sano es permitir que se iluminen y para eso nos transformamos en observadores, las llamamos por su nombre, pero no nos identificamos con ellas. Vemos lo que pasa, escuchamos el cuento, pero no nos compramos la historia.
Podemos poner la atención en la parte del cuerpo donde se siente esa emoción, reconocerla como «esto es enojo» o «esto es miedo», incluso cerrar los ojos y mirar la película mental que nos estamos imaginando, escuchar la vocecita de pensamientos que alimenta la emoción; y luego simplemente darnos cuenta que eso no es real y decir eso no es verdad, no está pasando ahora. Y respirar. Entonces comenzará a disolverse.
Esta práctica nos ayuda a ser conscientes de nuestra verdadera presencia. El observador testigo y alerta de lo que está sucediendo en el mundo interior. Un espacio desde el que nos conocemos, para aceptar en vez de resistir y elegir de nuevo en lugar de reaccionar.
Son tiempos de cambio, de mover el switch de la atención y pasar de OFF a ON.