« ¡Ay!, la pobre princesa de la boca de rosa
quiere ser golondrina, quiere ser mariposa,
tener alas ligeras, bajo el cielo volar»
Rubén Darío.
Vives para respetar las normas porque eres «El Pilar» de tu familia o tu empresa, hasta que despiertas y no te puedes levantar de la cama. Estas quebrada física, psicológica y emocionalmente. Aturdida, casi obnubilada, consigues sacar fuerzas de donde no sabías que tenías y continúas, porque naciste con una deuda, una culpa que no te pertenece, y un deber: cuidarle la vergüenza a los tuyos, mantener la imagen para «el qué dirán», velar por su tranquilidad. Y una vez más, te inmolas.
Vuelves a obedecer a creencias tragadas que se alojaron en tu psique desde niña. Y te pierdes en paradojas que enuncian una doble necesidad, un doble compromiso: con los demás y contigo. El tuyo lo has desdeñado durante años por temor o por honrar valores rancios que te están traicionando segundo a segundo.
Te debates entre preservar el status quo y su engañosa seguridad, o lanzarte a lo desconocido, con sus promesas inciertas. Lo que no sabes es que cualquiera de las dos opciones, están revestidas de inmensos riesgos. Porque es un riesgo no moverte, quedarte en el mismo lugar en donde ya te sientes aprisionada, y es un riesgo saltar al vacío sin tener un colchón inflable que te esté esperando. Por eso esperas y corres la arruga. Por eso pospones tu decisión de romper, de trasgredir y, cuando lo haces, no sabes que estás llenando de basura un globo que, cuando estalle, salpicará a todos. Y esa también es tu excusa. Entonces, por no querer explotar, acumulas y explotas.
Ese es el coctel de la impotencia, una mezcla de frustración, dolor y rabia contenidos. Un brebaje peligroso. Una condición crónica y progresiva… que puede ser mortal.
¿Qué hacer? Lo sabes. LO SABES.
Algo tendrás que perder cuando elijas. No es posible tenerlo todo. Temes quedarte sin el aprecio de los tuyos, y pagas una factura enorme en nombre del amor. Crees no merecer su afecto si no les sigues cuidando su «moral y buenas costumbres».
¿Acaso no te das cuenta que si tienes que gastar, no es amor, sino una transacción?
¿No ves que mientras más cumples con los otros, menos te das a ti?
¿De verdad crees que siendo buena, eres buena? No. Eres mala. Muy mala. Pésimamente mala contigo.
¿Esperas recibir lo que resta, después que te has vaciado? Ese es el camino más largo y doloroso. Esas son migajas…
Hubo una vez una princesa que le cuidó la imagen a su reino y enfermó de bulimia y anorexia. Fue vilmente señalada, traicionada y usada. Y como ella no sabía defenderse, fue apagando cada vez más su luz. Y mientras todos los que ella protegía, hacían de sus vidas lo que les daba la gana, ella continuaba respetando las reglas y el protocolo, aunque de vez en cuando se atrevía a sortear una que otra regla para procurarse pequeños instantes de placer. Y por eso fue sentenciada y se convirtió en el «chivo expiatorio del reino», en la culpable de todas las vergüenzas.
Un día, el menos previsto, el menos conveniente, la princesa explotó. Se cansó de ver cómo todos sus esfuerzos por hacer el bien, eran dañinos para ella, e insuficientes para los demás. Entonces, se dirigió al centro de la plaza del pueblo y exclamó:
- ¡Está bien! ¡Soy puta, soy puta, SOY PUTA!… ¡Y QUÉ!
Y ese día volaron por los aires todas las máscaras del reino y ella empezó a descubrir el alivio de soltar cargas que no le pertenecían.
Había muerto la princesa tonta y había nacido La Reina de Corazones. La que sabe cortar cabezas si alguien osa meterse con la suya.
Y entonces, nunca más… ¡NUNCA MÁS!