La rabia, tu rabia, es un excelente activo, único diría yo. ¿Por qué te empeñas en desdeñarla? Quizás alguien te enseñó que expresarla es «de mal gusto o cosa de locos». O tal vez cuando estabas a punto de estrenar tu primera pataleta infantil, unos ojos severos, anticipándose a tu explosión, supieron detener tus chillidos alojando en algún rincón de tu alma la prohibición a mostrarla. Entonces aprendiste a decir sí cuando querías decir no, o a sonreír cuando querías sacar la lengua, o a quedarte con las piernas bien juntitas y apretadas cuando lo que querías era lanzar una patada voladora y marcharte dando un portazo. Y después de haber aprendido a inhibirla, terminaste cambiando gritos, ceños y golpes por unas lágrimas desabridas. Unas lágrimas mentirosas que supones que te protegen, pero en realidad te desarman, te victimizan y te niegan.
Las lágrimas tienen sus momentos, ellas están para asistirte durante el dolor o para ilustrar tu conmoción. Las lágrimas pueden ser hermosas cuando, estando alegre, una sonrisa es poco cosa a la hora de hacerle justicia a tu experiencia. Pero si tienes rabia y lloras, estarás tomando el atajo de la impotencia. Y eso, sólo ayuda al que te daña, no a ti. Eso, sólo ayuda a tu creencia tragada con miedo. Eso, lejos de ayudarte, te enferma.
La rabia no se esconde, no se disuade, no se elimina. La rabia es energía y por lo tanto, ni se crea ni se destruye, ya sabemos que se transforma.
La rabia es un estado afectivo que responde a la vivencia de daño, es una defensa. Nos conecta con nuestra animalidad, nos hace gruñir, mostrar los dientes y poner límites. Si no la expresamos, la transformamos en resentimiento, en amargura (que son oscurecimientos de un alma forzada a callar) o en alteraciones, incluso enfermedades que gritan desde un cuerpo abatido por la indiferencia o la contención.
Es decir, si no le hago al otro lo que le quiero hacer cuando me ha lastimado, si no le muestro que no le voy a permitir avanzar más en su burla o maltrato, si no digo «¡Basta!» y, en cambio, lo salvo de mi rabia, terminaré atacándome a mí y haciéndome lo que otros merecen.
No se trata de andar lanzando golpes a ciegas al primer descuidado que ande por ahí, dejando que la violencia se apodere de mi voluntad; mucho menos, se trata de desviar el conflicto hacia quien puedo en vez de hacia quien quiero; se trata de agredir, que no es más que avanzar. Cuando la rabia me usa, me violento, y termino destruyendo sin discriminación y sin control. Cuando uso mi rabia, agredo y, entonces, desmenuzo, aprendo, desecho y reconstruyo. Cuando me violento no hago contacto, en cambio, cuando agredo, miro directamente a los ojos del otro (para aceptarlo o para rechazarlo), uso mi voz firme y me hago sentir.
La violencia es rabia irresponsable y si te responsabilizas de ella, agredes. Así que la próxima vez que desdeñes tu rabia derrochándola o inhibiéndola, con alaridos o con lágrimas, por orgullo, o por miedo, pregúntate, ¿en qué lugar de ti dolerás mañana?
Llámalos cuerpo, alma, amor propio, cualquiera de estos espacios, eres tú.