Una de las relaciones más tóxicas que tenemos es con nuestra mente. No sólo por lo que nos dice, sino por la obediencia y fidelidad que le tenemos. Si la mente fuera una persona de carne y hueso, seguramente caminaríamos lejos de ella. O al menos, no le creeríamos todo lo que nos dice.
Siempre nos está ordenando que hacer y qué no. Lo que está bien y mal. Nos habla sobre lo posible y lo imposible. Nos sube y nos baja en segundos. Más allá de estar equivocada o no, debemos darnos cuenta que escucharla no nos ha llevado a estar en paz. Por lo tanto, tenemos que revisar cómo queremos relacionarnos con ella.
Ante todo, comenzar por ponerla en su lugar. Quitarla del lugar de poder que le hemos dado y comenzar a escucharla como quien escucharía otra persona. Escucharla hasta vaciarla. Haciendo silencio, escribiendo lo que nos dice o poniendo en palabras lo que escuchamos. Hacerlo consciente. Reconocer que una cosa soy yo, y otra es la mi mente.
Cuando esto ocurra, comenzaremos a escucharnos de verdad. Comenzaremos a escuchar a nuestra conciencia, que siempre habla bajito, no juzga y acepta. No busca dividir con el enojo sino acercar con entendimiento y aceptación. Y puede ver más allá de todo lo que la mente puede ver.
Por eso, cuando llegue el dolor, hagamos silencio.
Escuchemos la mente. Separémonos de ella.
Y finalmente escucharemos la conciencia.
Suave, simple e imposible de ignorar.