El 14 de febrero de 2018, a plena luz del día y a manos de uno de ellos, 17 jóvenes vidas fueron segadas en una secundaria del sur de la Florida.
Florida es conocido como el “estado del sol”. Sin embargo, ese fue un día muy sombrío para los floridanos. Porque hasta ese momento los tiroteos en recintos educativos parecían algo remoto, circunscrito a los sitios donde el invierno es largo, las personas son muy conservadoras y el sol casi no brilla literalmente.
Sin embargo, nos tocó esta vez. Y aun cuando gracias a Dios ninguno de los hijos de amigos o conocidos está en la lista de pérdidas humanas, no deja de conmoverme esta situación. Sentí una necesidad apremiante de compartir estas ideas, para ofrecer quizás una perspectiva diferente sobre el problema.
¿Por qué ocurren estas lamentables situaciones de violencia? Más allá del debate acerca del control sobre la tenencia de armas, el cual considero que merece una reflexión aparte, lo que llama la atención aquí es la edad y circunstancias personales del agresor. Y es allí donde creo yo que está la clave de este asunto. Porque es en la prevención donde yace la real solución al problema y al dolor que causan las muertes de jóvenes en toda una comunidad.
Cuando ocurren estos hechos, todos instintivamente volteamos a compadecer y a apoyar a las víctimas y a sus familiares. Pero ¿Qué pasa con el atacante y su familia?
Para que una persona decida agredir o aniquilar a otra, creo yo que esa persona está pasando por un terrible dolor también. Por un profundo desequilibrio emocional que lo impulsa a cometer actos violentos. No soy psiquiatra. Pero siempre he creído que detrás de todo criminal hay un ser humano profundamente herido, una mente probablemente fuera de toda racionalidad. Y quizás, un espíritu muy opacado, por la sombra de la desesperanza, la desconfianza y la ausencia de Dios.
Los seres humanos, por ese poder divino que heredamos del Creador, podemos abandonar la luz y abrazar la sombra. Así somos de poderosos. Y en los años formativos, durante la infancia y la adolescencia, somos los padres los llamados a enseñar como conectarnos con esa luz. Con la iluminación del espíritu provista por el amor, la compasión hacia nosotros y hacia los demás, la fe y la esperanza. Con esa base formativa seremos capaces, ya de adultos, de continuar el camino bajo el brillante sol, contando además con las herramientas para evadir las sombras que, muy seguramente, pueden aparecer en el camino.
Muchas personas preguntaban ayer, ¿dónde estaban los padres del agresor? ¿Es que no detectaban las señales de desequilibrio en su hijo? ¿Por qué no hicieron nada para evitar que su hijo llegara a esto?
Como madre suelo hacerme las mismas preguntas. Pero también como madre puedo decir que: sí; en ocasiones los padres no podemos prevenir estos hechos. Quizás podamos detectar un desequilibrio emocional en nuestros hijos. Quizás podamos también tomar acción, poniendo al hijo en tratamiento psicológico o psiquiátrico. Pero en ocasiones esto no es factible. Porque aparte de ser tratamientos complejos y costosos, especialmente cuando ya los hijos son mayores de edad como en este caso, aun nos persigue el estigma social de la enfermedad mental.
En pleno siglo 21 y con toda la evolución tecnológica de nuestros días, aun la sociedad humana tiende a señalar y a discriminar al enfermo mental. En el propio sistema educativo, muchas veces, no existen mecanismos para evitar la segregación por causa de una deficiencia cognitiva, mucho menos cuando hay un desequilibrio más profundo como una depresión o ataques de pánico en un adolescente. Lo sé porque lo he presenciado, en la vida de adolescentes muy cercanos, cuyos padres se han visto forzados a cambiarlos de escuela por el acoso del cual son víctimas sus hijos por parte de compañeros, o por la discriminación que reciben por parte del cuerpo docente.
El amor de padres a hijos suele ser un amor incondicional. Esa es la razón por la cual cuando algún convicto es condenado a muerte, aun por el más terrible de los crímenes, es la madre o el padre el único presente en la corte que llora compadeciéndose de su hijo el convicto. Por ello es por lo que pienso que debe ser muy difícil para los padres de un adolescente de 19 años, siquiera pensar que su amado hijo pueda ser capaz de usar un arma de fuego contra un grupo de sus propios compañeros.
Sin embargo, el hecho es que estos sucesos ocurren. Son dolorosamente reales para todos, sobre todo para los directamente involucrados. Pero para nosotros como meros espectadores, estos hechos también traen una importante lección.
Como padres somos responsables por ofrecer amor a nuestros hijos, no mediante cosas materiales y ni siquiera ofreciéndoles una buena educación académica. Enseñarles amor con el gesto, con el ejemplo y la palabra, respeto y solidaridad hacia otros seres vivos: humanos, animales y plantas. Trabajar en equipo con los docentes para poder detectar y manejar oportunamente, los desajustes emocionales que son naturales en la adolescencia. Pero que, si no se atienden con diligencia, pueden transformarse en potenciales fuentes de inmenso dolor y terribles consecuencias para nuestros hijos.
Conversar con nuestros hijos, sobre todo en esta época, parece que no es muy fácil. Los niños cada vez son más independientes, retan nuestro intelecto y paciencia y pueden resultar un poco difíciles de comprender. Pero ese es nuestro deber como padres. Plantearles ideas, escuchar sus respuestas, contestar sus preguntas. Y a veces hablarles. Aunque parezca que nos ignoran. Hablarles sobre los valores humanos, sobre la fe y la importancia de cultivar el espíritu. “Háblales, que algo queda” decía mi abuela Esther. Y yo creo que es cierto.
Esta es mi muy humilde opinión como madre, como un ser humano inquieto y deseoso de contribuir real y positivamente, a cambiar el mundo. Creo de corazón que, en mi hogar, mi esposo y yo estamos haciendo la tarea y aplicando estas ideas que hoy me atrevo a compartirles. Y con sus altas y bajas, nuestro hijo ha ido creciendo, madurando y siendo feliz en el proceso. Esa es la meta que compartimos todos los padres. Criarlos para que sean buenas personas y felices seres humanos.
Ojalá todas las familias podamos lograr ese objetivo. Para que el sol en la sonrisa de nuestros hijos siga iluminando nuestros hogares y corazones.